28.5.10
75.

Y entonces las mellizas de bronce nos llevan a su casa. Si, dije casa. Casa. O sea, está bien, mediante una triquiñuela bizarra que incluía invocar ancestros húngaros héroes mártires propietarios de media europa, la farsa de un puesto gerencial en la industria cinematográfica norteamericana - cuyo obligatorio anonimato me impedía el uso de tarjetas de crédito y una promesa de frondosas propinas para el 78 % del personal del hotel, y gracias a la carencia de atención a la malicia sudamericana, yo había conseguido la mejor habitación del mejor hotel en Budapest. Pero seguía siendo un hotel. Una habitación. Un edificio.
Las mellizas de oro tenían una Casa y mientras atravesaba la entrada de lo que obviamente era una hermosa casa con patio delantero y trasero y enanos de jardín con flores, colibríes gitanos y una pulida campanita como todo timbre, mi espríritu despertó de un eterno sueño de nichos cerrados y se dijo "estoy entrando a una casa de verdad, hace cuánto que no entraba en una casa"
Y sí, en la casa había un señor de edad avanzadísima que ni saludaba al verlo a uno. Pero también estaban ellas, nuestras anfitrionas. Y estaba el gato siamés, estaban las guitarras, la alfombra de piel de oso pardo, los cuadros de duques, el hogar a leños, el techo de vigas, las bibliotecas, las botellas y los juegos de mesa y el aroma a goulash a punto de estar listo. Suspiro. Una casa en Hungría. Y roy derecho a una cama con almohadas de pluma y frazada de heidi para ver cómo lo despertamos.
- Absint?- pregunté. Hice el gesto de beber.
- Tessek -
- Köszönöm -

Raf.

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